Última actualización 23/03/2022 por Dani Keral
ATENCIÓN: Esta entrada tiene banda sonora que dura (más o menos) el tiempo de su lectura. Dale al play y comienza a leer el post y a emocionarte… o esa es mi intención 🙂
Willy, colgado del retrovisor, no paraba de saltar de un lado a otro mecido por la inercia del todoterreno, que surcaba la arena a toda velocidad.
Ibrahim, al volante, fijaba su atenta mirada en cada bache del camino.
Las últimas 12 horas habían sido definitivas. En Tamnougalt, Yusuf, el contacto que nos había facilitado aquel hombre de M´semrir, nos condujo hasta su casa. Él nos dijo lo que necesitábamos para encontrar el ruido del silencio.
Nos dio un número de teléfono y unas coordenadas. Debíamos llamar a ese número al mediodía siguiente y decírselas a quien respondiese al otro lado del teléfono.
Así lo hicimos, llamamos a las 12 en punto. Contestó una voz masculina y le dijimos las cifras. Tras unos segundos de espera, nos dijo una hora y un lugar: Hotel Zagour, Zagora, 14:00 PM.
Zagora se encontraba a hora y media de donde estábamos. Al poco, nos despedimos de Yusuf y nos dirigimos al encuentro de nuestro hombre en Zagora.
Llegamos a la ciudad y nos sumergimos en mitad del bullicio. El Hotel Zagour se encontraba en la calle principal. Aparcamos el coche y nos fuimos al punto de encuentro.
A las 14:01 un vehículo todoterreno se paró delante del hotel. El conductor, un hombre de unos 30 años se apeó y se dirigió hacia nosotros.
– Salam aleikum, soy Ibrahim. Por favor, suban al coche, yo les llevaré a lo que están buscando. No se preocupen por su coche, no le pasará nada.
Sorprendidos por lo repentino de la orden, le dijimos que teníamos que coger nuestras bolsas del coche.
– Adelante, pero no se entretengan. El tiempo apremia.
En cuanto subimos, Ibrahim aceleró y puso camino hacia el sur. Nos explicó que debíamos llegar hacia M´hamid por carretera y después, hacia el desierto, hacia un lugar llamado Erg Chigaga. A él nos dirigíamos.
El paisaje cambió radicalmente, inmensas llanuras de arena anaranjada comenzaron a extenderse ante nuestros ojos. África en estado puro.
Atravesado M´hamid, la carretera llegaba a su fin. Después la inmensidad, el reg, el desierto de piedra.
Algún pequeño grupo nómada aparecía a nuestro paso, luchando contra el calor y la arena.
La tarde fue avanzando, cruzar el desierto era algo sobrecogedor, una sensación de estar a la deriva en un océano de arena. Por fortuna, Ibrahim, parecía saber hacia dónde se dirigía.
Finalmente, con el sol casi acariciándole la piel al horizonte, llegamos a nuestro destino. Un pequeño campamento de tiendas bereber situado a orillas del erg, el desierto de arena.
Solo estábamos nosotros, no se veía a nadie más. Entonces Ibrahim nos dio las instrucciones precisas.
– No tienen tiempo que perder. Suban arriba a lo alto de la gran duna. Él hará el resto.
La gran duna, señalada por el dedo de Ibrahim, se encontraba algo alejada, por lo que nos pusimos inmediatamente en marcha.
Algo, de pronto, comenzó a cambiar. Caminar sobre aquella superficie que se hundía bajo nuestros pies, la suavidad de la arena, la luz anaranjada que multiplicaba el rojizo de la tierra… no sabría decir qué era, pero algo pasaba.
Llegamos a lo alto. Unos segundos.
El sonido empezó a cambiar.
La luz empezó a cambiar.
Nosotros empezamos a cambiar.
La arena, como un enorme imán, nos tiraba hacia ella. Solo podíamos sentarnos.
Sentarnos… y observar… comenzaba la ceremonia.
El sol iba desapareciendo. A nuestro alrededor, la luz se convirtió en algo mágico. El inmenso mar de dunas comenzó a cobrar vida, vibrando delante de nuestros ojos.
La luz fue desapareciendo y la oscuridad ocupó, poco a poco su lugar. Descendimos en un estado de trance hasta el campamento, donde Ibrahim nos esperaba. La jaima central nos acogió a los tres mientras cenábamos y conversábamos. Cuando la noche había tejido su manto, Ibrahim nos indicó únicamente.
– Es el momento. El ruido del silencio les está esperando.
Lentamente, salimos de la tienda. Nuestras pupilas tardaron unos segundos en adaptarse al cambio de luz y…
el infinito estalló sobre nuestras cabezas.
Estábamos suspendidos, tejidos en en el vacío.
El inmenso firmamento se aplastaba contra nosotros, sumergiéndonos en él. Parecía que estuviésemos a decenas de kilómetros sobre el suelo, en la estratosfera, en órbita alrededor de la tierra, rodeados de luces, de materia oscura, de millones de pequeños soles incandescentes. Perdimos la consciencia de nuestros cuerpos. Ahora éramos cosmos, un infinitésimo asteroide flotando sin gravedad.
Nuestros pasos iban pisando la arena, que parecía un manto de materia algodonosa…
Y, lentamente, comenzamos a oírlo. Acudió sigiloso, como para no asustarnos, para que nos hiciésemos poco a poco a su imponente presencia, para que nuestros oídos se preparasen para su llegada.
Y, finalmente, apareció.
El ruido.
El ruido del silencio.
Una presión ocupó nuestro tímpano, una nube oprimiendo el interior de nuestros oídos. Así era el sonido del silencio absoluto, un murmullo sin voz ceñido a nuestra cabeza.
Ignoro cuánto tiempo pasamos bajo aquel manto. No teníamos palabras, ni Juan ni yo. Simplemente, no hacían falta.
La luna nos devolvió de vuelta a la Tierra de nuestro viaje por las estrellas. El potente fulgor de plenilunio sacudió el manto de estrellas, iluminando como un potente faro en mitad de la noche desértica.
La luz de la jaima nos acogió a la vuelta. Pero nosotros, esas dos personas que habían comenzado la aventura, ya no éramos los mismos. Permanecimos en silencio, aturdidos, sin nada más que poder hacer salvo estar flotando en nuestros pensamientos.
Aquella noche dormimos el sueño de nuestras vidas. La búsqueda, que había comenzado en Marrakech, por fin tenía su respuesta. Los ojos se cerraron durmiendo la más dulce de las noches, pero aun quedaba algo… quedaba el…
…amanecer del desierto.
A las pocas horas, la gran duna volvió a auparnos a su lomo. El sol estalló reclamando su sitio y la arena dorada vibró de nuevo bajo sus rayos.
Estaba hecho. Los cientos de kilómetros recorridos tenían al fin su respuesta. La búsqueda terminaba en Erg Chigaga. El camino nos había descubierto lugares, personas y matices de nuestro interior; la meta: un sonido, un espacio y el tranquilo placer de descubrir que, si te empeñas en buscarlo, hasta el más remoto objetivo que te plantees en tu vida está al alcance de tu mano.
Solo debes salir a buscarlo.
Esta serie y, en especial, este post, van dedicados a mi compi de expedición y pedazo de amigo, Juan, que a fecha de este post está volando hacia su nueva vida en Japón, saliendo a buscar su siguiente objetivo
¡Muy buenas fotos chavón!
Y por cierto, me ha encantado eso del fotorrelato con música. ¡Grandísimo!
Gracias Alber! Me alegro muuuuucho de que te haya gustado!!!
Qué preciosidad de post Dani, me ha encantado leerlo, con la música de fondo… Casi que podía imaginarme a mí misma allí y se me han puesto los pelos de punta. Enhorabuena, lo he disfrutado muchísimo.
🙂 🙂 🙂 🙂 Gracias Valen! Que sonrisaza así ya prontico por la mañana! Que te diga uno de los integrantes patatuelos estos piropos le da a uno un alegrón… (y más después de enchufarme tus semanarios XD)
Simplemente IMPRESIONANTE! La combinación audio – lectura un placer para los sentidos.
¡Que bien escribes jodio! Yo de mayor quiero ser como tu 😉
Habló el que saca una frase redonda en mitad de una impro!!! Muchas gracias Rafa!!!
Unas fotografías hermosas 😉
De las experiencias más intensas que he vivido. 🙂 🙂
Enhorabuena!!! Tu relato me ha motivado 1000% a ir al desierto marroqui. Gracias, de verdad!!
Hola Carlos, gracias por tu comentario, me alegra muchísimo que te haya gustado tanto!!