Última actualización 27/01/2022 por Dani Keral
“Iréis a Marruecos, a Marrakech y lo encontraréis cuando él quiera ser encontrado.”
Las palabras del amigo de Juan no podrían haber sido menos esclarecedoras.
Teníamos que ir allí en busca de algo. No sabíamos qué era, pero el astuto Marruecos ya sabía que íbamos a pisar su tierra carmesí desde hacía dos años atrás. Entonces, un golpe de mala fortuna nos hizo abortar la misión por tierras africanas con los billetes de avión casi en la mano.
La ciudad antesala del poderoso Atlas nos recibió vibrando delante de nuestros ojos desde el primer minuto en que la pisamos.
Efervescente, caótica y colorida, como si soltaran millones de tiras de confeti de colores en una habitación cerrada mientras 100 niños soplan el silbato, nos perdimos entre las tortuosas calles de su medina.
Ya desde ese momento nos dimos cuenta de que estábamos en otro mundo. Todo era distinto: el color, la luz, incluso el ruido, colonizado por los cientos de miles de motos que atronaban por toda la urbe haciéndote desquiciar por momentos.
En Marrakech estaba la primera llave para seguir buscando, pero poco podíamos hacer más que recorrer sus calles y esperar a que algo ocurriera. Andar por andar pero con el corazón en los ojos, expectante ante todos los matices de la ciudad imperial.
La recorrimos por todos sus vértices en busca de nada en concreto, solo vagando, por calles, bazares y callejones en los que Marrakech se dejaba morder en sus mil texturas. Y su gente… cientos de vendedores abalanzándose sobre ti en cuanto fijases una sola de tus pupilas en ellos, niños corriendo por cada rincón, vendedores de droga ofreciendo un poco de diversión psicotrópica a turistas desprevenidos, hombres abrazándose como gesto de cotidiana amistad que nos hacían pensar en lo poco probable que se haría ver una escena así en nuestro lejano Madrid… La tarde avanzaba y todo seguía igual. Empezábamos a estar fatigados de caminar y de luchar contra las ordas de marraquechíes que intentaban venderte hasta el pedazo de tierra que estabas pisando. Nuestras mentes, fatigadas de tanto escudriñar cada rincón, comenzaban a dar señales de cansancio, con pequeñas gotas de alucinaciones (¿o no lo eran?): los objetos empezaban a cobrar vida propia ante nuestros ojos, expresando sensaciones y emociones…
A punto ya de abandonar las calles y sentarnos a descansar y replantear la situación, mientras recorríamos una solitaria calle con pequeños túneles, una extraña figura, tejida entre sombras al fondo del callejón nos gritó en un francés limpio y claro: “vous devez trouver l’homme caméléon”
-Debéis encontrar al hombre camaleón-
Y con un rápido movimiento, desapareció de nuestra vista.
Con sus palabras resonando en nuestras cabezas y la extraña sensación de estar igual que al principio, continuamos nuestro vagar sin rumbo. Pero todo iba a ser más fácil de lo que pensábamos: aparecimos a los pocos minutos en mitad de una pequeña plaza con mercaderes de todo tipo… y ahí los vimos. Sí, solo podía ser él. Un anciano bereber sentado frente a una caja de madera con diferentes reptiles… el hombre camaleón.
Nos acercamos. Parecía dormido, pues tenía los ojos cerrados y un gesto de extrema placidez en la cara (días después descubriríamos que ese gesto era algo más que común entre el pueblo bereber). Tras un minuto, en el que no sabíamos si despertarlo o esperar, abrió los ojos, nos miró como si conociese hasta el último de nuestros secretos y, sin mediar palabra, se levantó y se dirigió hacia una calle lateral.
Le seguimos, aquello, desde luego coincidía con el halo de misterio con el que llegábamos a la ciudad, varias horas antes. El anciano sacó algo de la manga de su chilaba y comenzó a escribir en árabe sobre la pared.
Una vez terminada la frase, guardó la pintura y regresó hacia la plaza, como si ya no estuviéramos allí.
Ninguno de los dos sabía leerlo, así que optamos por regresar a la plaza para intentar encontrar a alguien para que nos tradujese al francés la inscripción en la pared, pero a los pocos pasos, la voz que nos había guiado hasta el hombre camaleón volvió a hablar a nuestra espalda: nos dimos la vuelta y un adolescente, de unos 15 años, encorvado hacia un lateral en lo que parecía un capricho genético de su columna, se acercó a nosotros traduciendo al francés la frase de la pared.
“Brahim, ksar á la porte du désert.”
Y dando media vuelta, se marchó sin añadir nada más.
Ahora ya parecía que teníamos algo. Un nombre, un ksar, es decir una plaza fortificada y una dirección, hacia la puerta del desierto.
Apresuramos el paso hasta el riad en el que nos alojábamos y preguntamos al dueño sobre la respuesta al enigma.
La respuesta era bastante fácil: el ksar más conocido cerca de la llamada «puerta de desierto», Ouarzazat, tenía un nombre y hasta nosotros lo conocíamos: AÎt Benhaddou, la popular localización de los estudios de cine en Marruecos donde se grabaron algunas de las más famosas películas de Hollywood.
Ya teníamos la primera llave… se encontraba a 200 kilómetros al sur de nuestra posición, atravesando el elevado macizo del Atlas.
Caída ya la noche y satisfechos por el pequeño gran logro, nos acercamos a la inmensa y tumultuosa plaza de Djemaa el Fna para dejarnos embrujar por el sonido de la música bereber.
La búsqueda tenía un nuevo destino para poder continuar… y sería alejándonos de Marrakech hacia el sur, por las carreteras impredecibles de la rojiza Marruecos.
¿Qué nos encontraríamos en el siguiente tramo de la aventura?
En dos semanas estaremos en Marruecos y ya no puedo más con las ganas que tengo de ir!
justo nos quedaremos en Alt Benhaddou asi que espero que la historia termine bien 🙂 Las fotos son……preciosas
Alaaa! Os va a encantar!! Qué vais a visitar? El siguiente capítulo estará en breve con… Ait Benhaddou de protagonista, jeje. A ver qué pasará…
Me alegro de que te gusten las fotos! Marruecos y su luz y su color son…buf!