Un viaje de 90 centímetros

Un viaje de 90 centímetros es el que hemos realizado todos alguna vez en nuestra vida.  Es ese momento en el que cada paso es una hazaña; cada objeto,  un enigma imposible;  cada metro, un larga etapa hacia Terra Incógnita

Es un momento que dura tanto como el vaho que sale de nuestra boca, que pasa sin darnos cuenta y que no recordamos más que de forma nebulosa. 

Hoy te invito a vivir, de nuevo, un viaje de 90 centímetros, mucho tiempo después de aquella primera vez. Te invito a hacerlo de la mano de una gran amiga, madre  y escritora. 

Sonia es su nombre, Poetisa Insomne, su rincón de escritura.  Dedica los ratos a contar cómo logra educar jugando a su hombre de 90 centímetros y, los pocos que consigue tener libres, a escribir en verso lo que muchas madres son incapaces de expresar con palabras. 

Bienvenido, pues, a un nuevo viaje de 90 centímetros.

Un viaje de 90 centímetros (por Sonia Fernández)

Tiras de mí y de mi sabana con la misma premura de cada mañana y la energía de un huracán, el viento que muchos adultos ya habíamos olvidado.

– ¿Onde vamos? ¿Hoy te tota?.

Preguntas con tu lengua de trapo mezcla de castellano y del idioma de los duendes, aún no has desconectado del todo del idioma universal con el que todos nacemos y eso se nota.

Pero yo puedo conectar contigo (aunque ese hilo se va desvaneciendo)

Necesitas salir de tu habitación para explorar, descubrir y aprender y soy de las que piensa que solo saliendo al mundo tu curiosidad inabarcable, insaciable, maravillosa, podrá nutrirse.

Así que, como cada mañana, comenzamos a viajar.
Empezamos cerquita.

Sueles elegir el coche para empezar. Depósito lleno, vehículo limpio (varias veces) y partimos a una aventura de rescate, hay que ayudar a muchas personas de plástico y pintura en apuros y también a algún vehículo roto que reparar tras un explosivo accidente. Y tras mil llegadas al taller o a la base ya hemos terminado.

Un viaje de 90 centímetros

Ahora toca irnos más lejos, a un lugar llamado parque. Los preparativos para tan arduo viaje suelen ser numerosos. No podemos olvidarnos de la gorra para el sol; y el agua, que en latitudes ecuatoriales suele hacer falta. Algo de comer y algún cambio de ropa, que una vez adentrados en la selva, el barro puede llegarnos hasta las orejas.

Según el día elegimos medio de transporte: andando, carrito o bracitos (este último tu medio de transporte favorito) y por el camino algunas sorpresas. Grúas, sirenas (sin dulce voz), gatos callejeros, flores, farolas, estas son algunas de las cosas que más captan tu atención.

Por supuesto los lugareños, gente que suele pasar velozmente con cara de preocupación. Parecen ocupados, aunque como has podido comprobar, la mayoría de las veces en lo que nos ocupamos los adultos suele ser sumamente absurdo y aburrido. A veces se para alguna señora más mayor y nos dice:

¡Qué rico! ¡qué mono!.

Tú piensas que te gustan los monos pero que no te pareces demasiado y que esas moneditas brillantes molan (más si son de chocolate), así que ser rico no está mal.

Y llegamos. Usar los columpios de la manera habitual es bastante aburrido a partir del segundo minuto.
Hay que probar la física de múltiples formas: subiendo y bajando por los toboganes al revés, escalando sin zapatos para demostrar que nuestros pies son mejores sin añadidos para el agarre en superficies, saltando para ver nuestra capacidad de propulsión… En este punto del viaje suele unirse algún compañero de aventuras, ya que los viajes nos permiten interaccionar con la población local y eso nos enriquece enormemente.

Un viaje de 90 centímetros

Tú y tu compañero queréis ir más allá.

Las vallas están para pasarlas, los límites para romperlos. Esas construcciones del lugar llamado parque hechas por el hombre, no están mal, pero la naturaleza salvaje, sin tanta manipulación humana es mucho más interesante.

¿Por qué no?

Hay ríos maravillosos de 20 cm de ancho que proceden de fuentes, agua sobre la que echar piedras y palos para más experimentos de física, charcos para saltar.

Hay flora y fauna exuberante, pinos y encinas, margaritas, frondosas malas hierbas que casi nos llegan al pecho y dientes de león con infinitos deseos

También hay perros que huyen despavoridos, increíbles hormigas capaces casi de levantarte (aunque solo si se lo proponen). Hasta creo que mi compañero ha dicho que hay un oso en ese árbol, o quizás fuera un conejo, o quizás un…¡gallifante!

Un viaje de 90 centímetros

De vez en cuando lanzamos un grito de guerra:

– ¡AAAAHHHHH!

Y corremos, que se note que somos exploradores de ese territorio.

¿De quién son esas huellas? Se habla de la tribu de los paseadores de perros y la de los jubilados.

Una mariposa imposible de coger, aunque tú eso no lo sabes ni quieres saberlo.
Tras arduas negociaciones para dejar de adentrarnos en esa selva y totalmente exhaustos, volvemos del parque para comer alguna delicia local (aunque algún compañero del parque llamado papá o abuelo ya nos ha ofrecido alguna galleta o Aspitos, el alimento de los dioses).

Después de comer, hay que echar una cabezada, que el viaje es largo.

Cuando despiertas sueles haber recargado un dos cientos por cien en pocos minutos y yo me voy arrastrando.  Solemos volver al parque. Hay nuevos amigos y desconocidos esperándonos y nuevos rincones para descubrir.

Hay veces que mejoramos la arquitectura del lugar, para ello nos pertrechamos de cubos, palas y rastrillos, con unos cuantos castillos de arena todo lugar queda mejor. Estos adultos deberían saberlo ya…

Cuando cae la tarde y anochece es hora de escoger el tren para continuar. Hoy te apetece que la estación se encuentre en la ciudad espejo. La ciudad que refleja la luz, el tren, el ambiente. La ciudad que nos refleja a nosotros.

Un viaje de 90 centímetros
Un viaje de 90 centímetros

Y cuando apagamos la luz después de cenar, repasamos  todo lo que hemos vivido ese día. Tú aún tienes energía para ir a las estrellas y la luna (y unas cuantas batallas más) antes de cerrar los ojos. ¡Qué poquito te gusta dormir! Aunque me gustaría decirte que el sueño es otro viaje maravilloso.

Para dormir nos acompañan más relatos de lugares casi tan increíbles como los que hemos visitado hoy:

Un bosque con una niña con una capucha roja, otro con cerditos que construyen casitas de paja, barro y ladrillo, otros bosques con brujas y casitas de caramelo (eso sí que tiene que estar chulo), el espacio visitado por un tal Pocoyó…

Y como dice la archiconocida nana “Twinkle, twinkle little star” (bueno, una de sus mil traducciones en castellano):

Nunca dejes de soñar, nunca dejes de soñar….

Otro bosque aparece en sueños,
un bosque ambarino que amanece.
Cada árbol te refresca,
cada sombra te cobija,
cada rama te permite trepar
al cielo,
y buscar nuevos senderos
que solo tú elegirás.
Y abrazas la corteza
y escuchas la vida
que está latiendo.
¿Hay miedo?
¿Hay intriga?
¿Hay ilusión?
Es lógico,
amanece y está latiendo.

¿Habías pensado alguna vez que para un niño cada día es un viaje?

 Acomodados en nuestros cómodos límites y excusas no nos damos cuenta de que todo lo que vemos, cada día, puede ser nuevo. Podemos viajar, 

cerca

o lejos,

dejando que cada día comience como el de un niño.

Con el potencial del infinito.

Dani Keral

Fotovideógrafo por vicio y culo inquieto. Redactor en revistas Yorokobu, Salvaje, Viaje con Escalas y Condé Nast Traveler

4 comentarios en «Un viaje de 90 centímetros»

  1. Me encanta muchísimo, es tan divertido y tan original que me parece muy mono y a la vez tan bonito que no sé, en serio, es precioso. Muchas gracias, un saludo.

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